[Fragmento de un relato de Chesús Yuste publicado en la contraportada del periódico mensual de la comunidad irlandesa de Argentina The Southern Cross, en el número correspondiente a junio de 2012.]
Me pedía Julián Doyle [de The Southern Cross] un artículo sobre por qué amamos tanto Irlanda y le respondo con este fragmento de un relato que escribí hace años y que permanece esperando en un cajón. La trama es sencilla: un grupo de personas coincide en un tour organizado por la isla esmeralda y conversan sobre la pasión irlandesa que sienten. Uno de ellos, a quien la narradora llama el profesor, es un especialista en cultura irlandesa y ha elaborado una teoría al respecto. Por cierto, el tal Jaime O’Brien que aparece es un jubilado argentino que busca las raíces de sus ancestros irlandeses. Espero que os guste.
El síndrome de Oisín
Fragmento de un relato de Chesús Yuste
El profesor tomó la palabra y apuntó que esa atracción irresistible por Irlanda en personas sin raíces gaélicas no era sólo cosa mía, sino que estaba muy extendida. A su juicio, y se puso muy serio para decir esto, esa pasión desatada presentaba los síntomas de una enfermedad. «Técnicamente se le denomina hibernitis. Según la OMS, no tiene cura, pero, por lo menos, es bastante saludable», decía sin poder contener la risa.
A continuación se puso serio para contarnos una historia de la que fue testigo en uno de sus primeros viajes a Irlanda y que permitía explicar claramente qué quería decir con eso de la hibernitis. Coincidió el profesor en un tour que recorría toda la isla con una mujer que estaba entusiasmada con la idea de visitar por primera vez un país que tenía idealizado desde la distancia. Pero, en cuanto puso sus ojos en las verdes montañas, en los bosques, en los lagos del Parque Nacional de Wicklow, que era la primera salida fuera de Dublín, se sintió enferma. No sabía describir lo que sentía, pero se trataba de algo así como una nostalgia de siglos. Como si perteneciera a ese país desde siempre y, tras un largo exilio, pudiera regresar a él. En serio. Era eso lo que sentía. Resultaba increíble ver cómo enfermaba al pasear por esos paisajes maravillosos… Y es que enfermaba de felicidad. Tal era el gozo que sentía que la superaba y no la dejaba disfrutar de aquella experiencia como a los demás.
Al principio el profesor nos confesó que no terminaba de creer a aquella mujer, pensaba que exageraba, pero, tras varias jornadas de viaje, llegó a la conclusión de que no era así. Lo que sentía era algo real. No tenía la menor duda. De ahí surgió lo de la hibernitis, una especie de inflamación de Irlanda. En ese momento el profesor no pudo evitar una referencia culta y explicó que Hibernia era el nombre que los romanos habían dado a la isla. «Imaginaban que Irlanda se encontraba en un estado de invierno permanente y por ello nunca se atrevieron a invadirla», puntualizó.
Nostalgia de siglos. Era la única frase que les permitió, durante aquel viaje, explicar aquella experiencia insólita. Se trataba de una especie de síndrome de Stendhal pero con un perfil propio. La experiencia de este escritor francés del siglo XIX, al que se le aceleró el corazón y que sufrió vértigo e incluso alucinaciones al descubrir la belleza de Florencia, había dado nombre a una enfermedad psicosomática que sufre la persona expuesta a una sobredosis de belleza artística. ¿Exageraba Stendhal cuando narró su visita a la florentina Basílica de la Santa Croce? Eso es irrelevante. Lo importante es que hoy se reconoce como una enfermedad real. Lo mismo podría decirse de la turista de esta historia.
Entonces el profesor dio un giro de tuerca más a su relato: ¿Cómo deberíamos llamar a este nuevo síndrome? ¿Tal vez síndrome de Oisín? En dos sucintos trazos esbozó una justificación para atribuir este síndrome a un personaje legendario del Ciclo Feniano, uno de los más importantes de la mitología irlandesa. «Si tú vivieras en el país de la eterna juventud, con una hermosísima mujer a la que amas, y gozaras de una inmensa felicidad… para siempre, sin envejecer ni un segundo, ¿lo dejarías todo por volver a tu país?», narraba con la misma intensidad con que debía hacerlo ante el aula magna de su Facultad. «Eso le pasó a Oisín. Era un joven guerrero de la Fianna, era el hijo de Finn MacCool, el rey de Leinster, pero abandonó todo por amor a Niamh, la de los Cabellos de Oro. Dejó Irlanda para ser feliz con ella en Tír na nÓg, el país de la juventud. Pero trescientos de años de paz y felicidad pueden acabar con la paciencia de cualquier irlandés, así que un día decidió montar su caballo y regresar a casa. No quería quedarse, no quería renunciar a la eterna juventud. Sólo fue a echar un vistazo, a ver qué había sido de su familia y de sus compañeros de armas. Eso sí, no podía pisar suelo irlandés. Si lo hacía, se rompería la magia que le mantenía joven a través de los siglos. Vio su castillo en ruinas, vio su país desolado y, al parecer por accidente, cayó del caballo. Mientras pisaba la tierra, envejeció de golpe trescientos años».
La nostalgia de siglos le había hecho regresar a Irlanda a pesar de los peligros que entrañaba ese viaje. Y el retorno fue traumático. Sí, podía ser el síndrome de Oisín. «Hasta que encontremos algún nombre mejor, claro está», apostillaba el profesor.
Intervino entonces el señor O’Brien, poniendo en duda abiertamente que aquella mujer estuviera enferma de verdad. «Lo que le pasa es que fue una princesa celta en una vida anterior, así de sencillo. A veces la solución a los grandes enigmas son cosas simples como ésta y no esos rollos tan complejos que nos montamos a veces», remató provocando nuestra risa, haciendo gala del característico sentido del humor irlandés, aunque tamizado por su delicioso acento argentino.
Todos habíamos coincidido en aquel viaje porque estábamos, en mayor o menor medida, enamorados de Irlanda. Todos nos encontrábamos buscando algo y aquella semana iba a estar llena de sorpresas.
HIBERNITIS INCURABLE ES LO QUE TENGO YO,Y TODO PORQUE UNA VEZ VI FIALTE ESCRITO EN UN CARTEL DE MADERA COLGADO EN LA PUERTA DE UNA CASA-ESCUELA EN MULLINGAR