«Donegal: La esencia del fin del mundo» (mi artículo para Altaïr)

[En el marco del décimo aniversario de este blog, decido publicar el presente artículo que escribí para el número 78 (julio de 2012) de la revista de viajes Altaïr, dedicado al condado de Donegal y al alma irlandesa que se resiste a desaparecer, precisamente el principal escenario de mis libros ambientados en Irlanda.]

Donegal: La esencia del fin del mundo 

Chesús Yuste Cabello

No tenía ninguna duda el viajero de que lo que buscaba en Irlanda lo encontraría entre los paisajes y las gentes del condado de Donegal. Como otros muchos rincones de la costa atlántica de Irlanda, este condado podría considerarse una quintaesencia del país, donde seguir el rastro del alma irlandesa que se resiste a desaparecer. En la esquina noroccidental de la isla, Donegal te ofrece impresionantes acantilados, inhóspitas montañas y lagos, pueblos pesqueros, islas casi inaccesibles, pescadores que pintan, tejedores artesanos, comunidades que conservan a diario la vieja lengua de los celtas, un exuberante parque nacional, playas de arena, recuerdos de un naufragio… y una frontera impuesta que partió el país y que dejó la provincia del Ulster a caballo entre dos estados.

Originalmente denominado Tyrconnell, el condado en la actualidad toma su nombre de la pequeña ciudad de Donegal (Dún na nGall), que en irlandés significa “fortaleza de los extranjeros”, probablemente en referencia a un castillo vikingo destruido en el siglo XII. Hoy el castillo que identifica la ciudad es una construcción del siglo XV, residencia de los O’Donnell, clan gaélico que ejercía el dominio sobre estas tierras hasta su derrota en la batalla de Kinsale (1602), que marcó el inicio de la Plantación (colonización protestante del Ulster a cargo de escoceses e ingleses) y la huída de los jefes celtas (en lo que la Historia denomina la Fuga de los Condes). El derrotado Red Hugh O’Donnell huyó a la España de Felipe III buscando complicidades en su lucha contra la pérfida Albión, pero murió prematuramente y descansa en el vallisoletano castillo de Simancas.

En el centro de la bahía, la agradable Donegal ofrece a los turistas una plaza en forma de diamante (The Diamond), el castillo, remodelado en el XVII, y las ruinas de la abadía franciscana de tiempos de los O’Donnell. Muy recomendable el crucero por la bahía en el Waterbus, desde donde se puede contemplar una colonia de focas.

Sin embargo, Donegal, al contrario de lo que el viajero imaginaba, no es la capital del condado ni tampoco la ciudad más poblada. La capital administrativa es la pequeña Lifford (Leifear), al este, en la frontera con Irlanda del Norte, mientras que la mayor urbe es la bulliciosa Letterkenny (Leitir Ceanainn), referente comercial y de servicios, ubicada al noreste, muy próxima a Derry.

Sostiene el viajero que lo mejor de Irlanda le espera lejos de las ciudades, y por eso se dirige a la costa, accidentada, misteriosa y espectacular. Allí encontrará unos acantilados menos concurridos que los de Moher pero tres veces más altos: los de Slieve League (Sliabh Liag), de 601 metros. Señalizado en la carretera como Bunglas Cliffs, se puede acceder en coche o encaramarse al acantilado tras un paseo de 16 km por el One Man’s Path, aunque debe tenerse precaución en días de lluvia y mucho viento (mejor dejarlo para el verano). Asomarse al fin del mundo es toda una experiencia, que llena de paz al viajero, si el clima lo permite.

El viajero se empapa de magia irlandesa en el aislado paisaje de Glencolmcille (Glean Cholm Cille), un valle lleno de espiritualidad, donde se retiró Colm Cille, conocido como San Columba de Iona, un santo de Donegal del siglo VI. Ideal para perderse, observar pájaros o zambullirse en la cultura del país, tanto en un centro de enseñanza de la lengua irlandesa (Oideas Gael) como en un ecomuseo (Folk Village Museum) que recorre 300 años de vida rural en Irlanda.

En estos lares el viajero descubre el rastro de la Armada Invencible, aquella flota que Felipe II envió para derrotar al inglés y que terminó naufragando en las costas septentrionales de Irlanda, poblando de leyendas la región. En el puerto de Killybegs (Na Cealla Beaga) se hundieron dos galeones. A lo largo de la agreste silueta de Donegal encallaron una veintena de navíos españoles, y muchos de los supervivientes se quedaron para siempre en esas tierras. Cada vez que se cruza con alguien de pelo moreno, el viajero sospecha que se trata de un descendiente de aquellos españoles. Lo ha escuchado mil veces, aunque tal vez todo sean leyendas, creadas para edulcorar la trágica realidad del naufragio, en la que debieron de alternarse escenas de solidaridad con otras de brutal saqueo y persecución implacable.

El viajero empieza a creer que el tiempo se ha detenido para él. Y cuando llega a Ardara (Ard an Rátha) disfruta contemplando cómo se teje y se tiñe a mano el tweed, ese tejido irregular de lana virgen tan afamado en estas tierras. En el Ardara Heritage Centre, se exhibe el auténtico proceso artesanal del tweed, desde el esquileo de las ovejas hasta los métodos de trabajo de los tejedores. El viajero descubre el sabor de oficios de antaño que se resisten a morir y decide renovar su vestuario.

A 11 km de la costa, la isla de Tory (Toraigh), azotada por los vientos del Atlántico, se ha convertido en símbolo de supervivencia. Las tempestades periódicas condenaban al aislamiento a su centenar de habitantes y Dublín llegó a proyectar la evacuación. Sin embargo, en la actualidad Tory ha resuelto sus problemas de incomunicación, gracias a una campaña de denuncia en los ochenta promovida, cómo no, por el párroco, que llegó a comparecer ¡en el Parlamento Europeo! Ahora hay un servicio de ferry, agua corriente y electricidad y hasta un puerto. Tampoco es ajeno a este milagro el surgimiento de la pintura como revulsivo cultural. Todo empezó como en una película de John Ford, cuando, allá por 1955, el pintor inglés Derek Hill se instaló con sus pinceles en esta isla remota para retratar la vida cotidiana y, a sus espaldas, el pescador James Dixon le soltó un desafiante “creo que yo puedo hacerlo mejor”. Hoy, junto a los barcos varados, los pescadores pintan cuadros estilo naif que se exhiben y venden en la Galería James Dixon, mientras los turistas toman el ferry para disfrutar de este mundo perdido.

Siguiendo la costa, el viajero atraviesa Gweedore (Gaoth Dobhair), que podría considerarse el corazón del Gaeltacht, la zona donde mejor se conserva la lengua irlandesa. En este pueblo, foco de cultura gaélica, nació la familia Ó Braonáin (Brennan, en inglés), conocida musicalmente como los Clannad, de donde salieron solistas como Moya Brennan y la mismísima Enya. También es de aquí la violinista Mairéad Ní Mhaonaigh, líder del grupo Altan.

De nuevo en el interior del condado, el viajero llega al Parque Nacional de Glenveagh. A los pies del monte Errigal (752 m.), la cima de las montañas de Derryveagh, y en torno al Lago Veagh, el Parque es uno de los grandes atractivos del norte de Irlanda, con sus 14.000 hectáreas de un amplísimo abanico de verdes que solo pueden hallarse en este país. En el centro del Parque se yergue un castillo neogótico y unos exuberantes jardines de rododendros y plantas exóticas, construidos por John George Adair, un terrateniente infame recordado tristemente por desahuciar a 244 arrendatarios en 1861, con el objeto de ampliar el parque. Mientras observa la riqueza de la flora y la fauna, como el medio millar de ciervos rojos y la recién introducida y casi extinta águila real, el viajero no puede evitar un recuerdo a los desahuciados.

Tras recorrer las bellezas de Donegal, el viajero decide cruzar la frontera. Desde Ballyshannon se adentra en el condado de Fermanagh (Irlanda del Norte) y, siguiendo la orilla del hermoso lago Erne (Lough Erne), busca la isla Boa donde contemplar las esculturas antropomórficas precristianas en el cementerio de Caldragh. Probables deidades celtas, reproducen el rostro ovalado y el torso de figuras de aspecto humano. La más alta, de 73 cm., presenta una imagen distinta a cada lado, como el dios Juno de los romanos.

Sostiene el viajero que la frontera es un actor más en la historia de Donegal. Es uno de los condados de la provincia histórica del Ulster que cayó del lado del Estado irlandés cuando Londres impuso la Partición en 1920. A Donegal entonces le amputaron su gran ciudad de referencia, que siempre fue Derry (Londonderry, para unionistas y británicos, la segunda ciudad de Irlanda del Norte). De hecho, en los sesenta muchos habitantes de Donegal emigraron a Derry o a Belfast buscando trabajo y asistieron en primera fila al cruento conflicto norirlandés. Mientras, desde la provincia británica los católicos acudían al oeste de la isla para conocer la lengua irlandesa que les había sido extirpada por el Imperio, como narra el poeta Seamus Heaney, el último Nobel irlandés. Ahora, tras los acuerdos de paz de 1998, la frontera se ha hecho invisible y locales y turistas circulan en ambos sentidos con el cambio de moneda como única molestia.

El viajero regresa enamorado de Donegal, y de esa Irlanda profunda donde ha aprendido a disfrutar de una buena pinta en un pub que le resulta más auténtico que los de Dublín y, por supuesto, que los de su ciudad de origen. La cerveza negra sabe mejor ahí, sin duda, y hasta se atreve a cruzar apuestas con la gente del lugar. Colecciona así recuerdos entrañables de la isla, como cuando al calor de la turba, con su aroma dulzón tan característico, el viajero saborea una botella de whiskey mientras intercambia historias con la familia del bed and breakfast. Viejas historias de hambre y emigración, de resistencia y dignidad.

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